La muchacha de la magdalena
La veo desde el otro lado de la calle
Entro en la panadería e inmediatamente me fijo en el azúcar teñido que constituye los patrones jaspeados,
el adorno de los "pasteles sencillos" (justo como anuncia el letrero neón).
Soy incapaz de apartar la vista, esas magdalenas selladas detrás de un vidrio grueso
me tientan
como un abismo luminoso.
¡Ánimo!
Recobro la compostura, y me enojo de nuevo.
"Repite." Repito:
El azúcar me da asco. Asco. Asco.
Es empalagoso, empalagoso y…reluciente.
Lo que quiero decir es que esos "pasteles sencillos" ya tenían su forma de ser antes de que ella se los emperifiliera a la ligera,
sin ni siquiera tener en cuenta cómo se sentiría, por ejemplo, esa pequeña magdalena en el rincón del escaparate
si fuera capaz de sentir.
Resumiendo, a esa muchacha le falta la capacidad de comprender el alma del producto de su horno y mano.
Inundar la magdalena con colores artificiales al menos es una herejía terrenal, si no es un pecado mortal.
Murmuro para mis adentros: ¿Quién tendrá el descaro de comer esa magdalena corrupta?
Y mientras mi mano hurga entre las cositas que abarrotan el bolsillo de mi abrigo, buscando la billetera,
me contesto: Yo la como,
porque en el fondo de mi pecho escondo el deseo incontrolable de clavar los dientes en ella, y averiguar
¿A qué sabe "salpicadura de unicornio?”
Y entonces me doy cuenta que mi corazón late detrás del vidrio grueso
aunque nadie, ni siquiera yo, pueda oír los latidos.
Las capas de azúcar amortiguan el sonido.
Max Goldberg, PC '17