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Inesperado

 

      Santiago Orpinela estaba sentado a la orilla del río. Estaba triste y confundido. Su mejor amigo, un viejo osito  de peluche al que llamaba Indalecio Orpinela, se había roto. Santiago Orpinela —Santi, como le decía su mamá— no estaba preocupado por las nubes que oscurecían aquella mañana. Tampoco le importaba la guerra que estallaba a su alrededor ni la muerte de sus padres, aunque de éstas aún no sabía nada. Encontrábase el pequeño huérfano, pues, sentado a la orilla del río. Sus rodillas flexionadas, sus brazos sobre éstas y, un poco más arriba, su rostro en dirección al agua. Tenía consigo a Indalecio, o a los dos Indalecios (cabeza y cuerpo por separado), en sus puños. Sollozando, estiró su cuerpo y vio al decapitado. «Adiós», le dijo, y lo besó. Hizo el brazo izquierdo hacia atrás y con un fuerte empuje lo lanzó hacia el caudal. Su brazo, detenido por el resto de su cuerpo, se quedó donde estaba. El Luis XV de peluche, por leyes de la física que el pequeño no conocía, llegó al agua. Por coincidencia o destino, nunca se sabrá, las dos partes de Indalecio se fueron acercando. Formaron las telas al cuerpo y se quedó éste flotando unos segundos, para luego empezar a hundirse y perderse de vista.

      Santi, Santiago; Santiago El Huérfano y Santiago El verdugo: Santiago Orpinela…

      Se recostó en el césped. Quería descansar antes de ir a comer a su casa, donde su mamá ya no lo esperaba con comida calentita. Cerró los ojos pero no pudo evitar jugar con sus sentidos. A lo lejos escuchaba pequeños golpeteos, pequeñas explosiones. Cerró más los ojos y trato de entender qué producía aquellos ruidos. No supo la respuesta. Seguía muy triste por el funeral acuático que había llevado a cabo como para pensar en algo más. Sentía los estallidos cada vez más cerca y cada vez apretaba más los ojos: no quería escucharlos. La razón por la cual no se cubrió los oídos en este intento desesperado de huir a la realidad —que no conocía ni podía interpretar, se debe agregar— es también desconocida, al igual que el suceso en el agua y muchas cosas más que han de formar su destino. 

      Pero claro que pronto algo le daría calma al pequeño, y es lo que sucedió después. Con el ceño fruncido e intentando pensar en cosas que no fuesen esos ruidos que tanto le molestaban —que ahora estaban más cerca e incluían gritos en tonos muy agudos—, Santiago Orpinela escuchó algo que le hizo abrir los ojos de inmediato. De entre los sauces llorones que se encontraban en el río, surgió un súbito sonido. Era el de un animal pequeño saliendo del agua y moviendo las hojas de los árboles, pero a Santiago le pareció un tanto el de un monstruo a punto de asustarlo. Con miedo, se arrodilló para luego ponerse de pie. Se acercaban los estallidos, ahora más claros por la falta de concentración. Escuchó las ramas del árbol caído moverse bruscamente una vez más y un golpe, un ruido tan fuerte como para dejarlo sordo de por vida, le hizo perder la vista con el cerrar repentino de sus párpados, reacción de su cuerpo al repentino impacto.

 

José Pablo Vega Villanueva

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