Los vecinos desconocidos
Aquella noche él miraba ese orbe enorme que dominaba el cielo. A él le fascinaban las formas blancas de ese mundo lejano que solían transformar con la llegada de una noche nueva. Había pasado veinticinco años mirando al vecino grande del cielo, preguntándose si sería alguien que examinara el mundo en que vivía él. Siempre había sentido una fuerza ajena, una conciencia amplia y curiosa que emitía el mundo distante. Le parecían familiares los ecos de pensamientos que venían del cielo, pero nunca tenía éxito en descifrarlos. Escribió algunos apuntes sobre sus observaciones que parecían locuras tan pronto como mancharon las páginas blancas.
Salió de la oficina donde estaba la única ventana, un circulo pequeño, de su casa. Vivía en un refugio de barro y polvo que había acumulado del desierto vasto que le rodeaba. Como sus vecinos, él había dividido la casa en tres partes. La primera era la cocina donde se quedaban las máquinas esenciales que había llevado de la ciudad en que había nacido: un horno primitivo, un terrario para las plantas que producía los alimentos necesarios, y una máquina extraña que lo lavaba sin agua para quitarle el polvo del desierto. La segunda era un dormitorio circular donde soñaba con la ciudad donde había vivido su familia y también del mundo cuyos pensamientos lejanos le evitaban. La tercera, ya mencionada, era la oficina pequeña donde recordaba y exploraba sus observaciones con la palabra escrita. En este último cuarto pasaba la gran parte del día y de la noche. Llegó a la puerta de su dormitorio y estaba acostándose cuando alguien tocó a la puerta dos veces. Él emergió del abismo de su mente y recordó que no estaba solo.
“Ya es tiempo para nuestra excursión,” le dijo su amigo a través de la puerta estrecha de barro. Él había olvidado el plan del cual había hablado con sus vecinos el día antes. El visitante se llamaba “Aventuroso,” ya que era costumbre de la comunidad renombrar los miembros con un adjetivo característico (no se habían conocido antes de la mudanza), y había organizado una excursión a una región inexplorada del desierto. “Sal de la casa! Sol!” Los vecinos le habían renombrado “Solitario” porque solía refugiarse en el pensamiento.
Se acercaba cautelosamente la madrugada y Sol estaba cansado. Había pasado toda la noche mirando al cielo y se arrepintió de haber aceptado participar en la exploración. Sin embargo, era necesario que él demostrara un esfuerzo para agradarles a los compañeros del desierto. Ellos eran los únicos a quienes les podía pedir la ayuda, por eso se comportó en ese momento como si pudiera entenderles sus convicciones y el a propósito de la excursión. “Vengo, Ave, vengo,” dijo Sol. “¿Prepararon ustedes todas las provisiones?”
“¿Provisiones? Tardaremos pocas horas en explorar. Sería ridículo si lleváramos provisiones que solo serían cargas innecesarias.”
“Sólo era una pregunta. Nadie conoce el desierto como tú lo conoces, Ave.” Sol sabía que Ave no respetaba bastante el peligro del desierto siniestro, pero no le podía comunicar eso sin que Ave le entendiera mal y se enojara. “Vamos.”
Los dos encontraron tres otros vecinos que querían acompañarles a salir del asentamiento. No tenían ningún vehículo sino dos pares de piernas fuertes, por eso caminaron sobre la arena iluminada, conectados por un hilo fino para que no se separaran. Ave dirigió la excursión con una autoridad arbitraria, y el mapa mental que había descrito a los otros no les parecía ni específico ni fijo. A sol no le importaba la dirección inexplorada de la cual hablaban sus compañeros. Sólo podía enfocarse en el vasto mar de arena blanca y sus colinas que decoraban el horizonte. Se le perdió la noción del tiempo en las detalles incomunicables del paisaje.
“Sol, cuídate, Sol!” De repente entendió el aviso, pero en vano. Sus pasos distraídos lo dejaron resbalar y se cayó del precipicio de una impresión enorme en la tierra. El hilo débil con el cual habían fingido la seguridad se rompió y Sol empezó a rodar violentamente al centro de la impresión. Con un choque abrupto, se reemplazó la blancura de la arena con la oscuridad de la inconciencia.
Sol se despertó en el resplandor de la tarde. No había ningún rastro de sus vecinos, por eso supuso que el peligro del descenso les hubiera disuadido y que se hubieran asegurado de su muerte. Sin modo suficiente para señalarles su condición, empezó a escalar la única parte de la impresión que no era demasiado empinada: la parte al extremo opuesto al lugar donde se cayó. Pasó horas atravesando y escalando el cráter gigantesco de arena y polvo hasta que llegó al borde. No tenía ni un plan para regresar al asentamiento ni un odio para los que lo habían abandonado.
Algo le llamó la atención cuando estaba saliendo del cráter e instintivamente se escondió detrás del borde. Dos hombres (no sabía Sol si pudiera usar la palabra “hombres” para describirlos) con cabezas esféricas y brillantes estaban admirando una pértiga plantado en la arena con un tipo de tela multicolor. Miraba con fascinación cuando los ajenos, cuyas cabezas extrañas le trajeron a la memoria el orbe enorme que había apreciado por tantos años, entraron en un edificio pequeño con cuatro patas. Un fuego poderoso explotó del fondo y el edificio se levantó hacia el cielo hasta que Sol no lo podía ver. Le parecía que la pértiga les importaba mucho, pero no entendía por qué. La escena extraña se había plantado en su mente, pero se le había perdido el sentido precioso del mensaje de los ajenos. Llegaba ya el anochecer, y Sol dobló para mirar hacia el horizonte. Como siempre, el mundo vecino lo invitaba con sus formas vivas y con los ecos silenciosos de sus pensamientos. Contempló la gran distancia entre los dos mundos, y le ocurrió una epifanía mientras la sombra final de la noche le rodeaba.
Cameron Biondi, SM ’17